lo que está en juego
Lo que más me llama la atención mientras atravieso Lima por la Vía de Evitamiento son los afiches y banderolas que me acompañan durante todo el trayecto. En quince minutos, he podido contar más de veinte impresiones a gran tamaño en vinil amarillo que promueven la revocatoria de Susana Villarán. La pobreza de las casas y las pistas de tierra contrastan con la inversión que ha hecho posible un despliegue publicitario tan eficiente que opaca incluso a la gigantografía de Valeria Mazza sobre el arenal.
A los pocos días, veo que El Comercio ha dedicado por segunda vez consecutiva el espacio central de su primera plana a la supuesta publicidad indebida realizada por la Municipalidad de Lima durante esta nueva contienda electoral. Que entre los ejemplos citados por el JNE para justificar su acusación se encuentren carteles que señalan salidas de emergencia, desvíos en la ruta y consejos para celebrar una navidad segura, atestigua (una vez más) que en este triste país eso que se nos vende como democracia no es más que mezquindad enmascarada de institucionalidad.
Es difícil no sentirse desalentada. Es jodido despertarse y salir con buena cara a inhalar el smog de Lima. Peor todavía cuando no ha pasado ni un minuto desde que dejaste la seguridad de tu departamento y un micro pasa rozándote el cuerpo a toda velocidad porque el conductor decidió que esperar en la pista como todo el mundo no era para él, que la vereda era lo suficientemente ancha como para ganarle a todos los que aguardan en el semáforo y que los peatones tendrían que tirarse contra la pared porque es demasiado bacán como para perder su tiempo en la luz roja.
Así estamos. Jodidos.
Aun así, no quiero escribir sobre la corrupción que todos los limeños presenciamos durante el proceso de recolección de firmas ni sobre los financistas truchos detrás de los se que esconden los verdaderos artífices de la revocatoria. Tampoco sobre el sospechoso apuro de un proceso para el cual todavía ni siquiera se ha asignado el presupuesto necesario o sobre el inmenso costo económico que esta nueva elección significa para Lima. Ya todos hemos leído sobre eso y lo sabemos, incluyendo a aquellos que ya tienen decidido su voto por el “Sí”.
Esto es un poco más personal. No me gusta hablar en términos generacionales (y menos de manera tan confesional), pero durante los últimos dos procesos electorales (agotadores y desgastantes para todos) muchos descubrimos por primera vez lo que implicaba el activismo político. Comimos, dormimos y respiramos pensando en cómo participar más de procesos que la mayoría veía con cinismo, cuando no con desprecio. Pero la batalla que se está peleando en Lima se ha vuelto tan brutal, y el sentimiento de impotencia e injusticia tan grande, que es cada vez más difícil resistir la tentación del escapismo diario que ofrecen los reality shows locales o las repeticiones en los canales de cable. En una ciudad dominada por un consenso que privatiza espacios públicos, que margina, excluye y humilla, y que te hace pelear como un animal rabioso para reclamar ese espacio de disenso que es tuyo y que nadie debería poder arrebatarte, temo que el verdadero objetivo de esta guerra sea aniquilar ese espíritu que para muchos todavía no termina de nacer. Al margen de lo que sucede en las oficinas donde se ostenta el poder político, hace años que en el Perú se escuchan voces que reclaman un nuevo lugar y que piden una democratización real de nuestro maltrecho país. Lima, me temo, es solo el campo de prueba para una ofensiva más grande y en donde lo que está en juego no es la continuación de una gestión, sino el futuro de todos nosotros y la supervivencia de esas voces.
Pase lo que pase, esa es la batalla y la tarea que tenemos por delante. La del derecho a un lugar propio, al margen de ese pragmatismo escalofriante que no duda en sacrificar a todo y a todos para conseguir lo que quiere. Y es que, como advertía en una de sus canciones una bonita banda escocesa, no es tu dinero lo que quieren, chico, eres tú.